Un día decidí dejar de culparme y hacer algo más constructivo, perdonarme y soltar algunas cosas de mi pasado que aún me pesaban. Dicen que cuando no llegas a perdonar a una persona, nunca terminas de superar lo que te hizo, no lo sueltas; cargas en tu corazón con el resentimiento, el rencor y la rabia; sentimientos que te intoxican desde dentro y que, a la larga, sólo traen consigo amargura y frustración. Entonces, ¿qué podía pasar si no me perdonaba a mi misma?. Nada bueno.
Me perdono por todas las veces que no confié en mi valor propio y dejé mi valorización en manos de otros.
Me perdono por descuidarme a mí misma y por haber rechazado cultivar mi belleza y mi espiritualidad, a favor de cultivar el intelecto y la cultura, características mejor vistas socialmente.
Me perdono por todas las veces que no escuché mi voz interior y cedí a las presiones sociales, amargándome, o llevándome a realizar acciones que realmente no deseaba.
Me perdono por negar la sabiduría de mi cuerpo y mi ser mujer, hombre. Ocasionándome enfermedades, y una relación literalmente “dolorosa” conmigo misma.
Me perdono por mi desconocimiento y desconexión de mi naturaleza cíclica, generando que me auto-considerara “loca” en más de una oportunidad.
Me perdono por las veces que no supe poner límites amorosos a situaciones que me estaban haciendo daño y terminé haciendo y haciéndome más daño.
Me perdono por las mil veces que me engañé a mi misma con falsas ilusiones.
Me perdono por toda la energía que perdí tratando de adaptarme a convenciones sociales que iban en contra de mi naturaleza.
Me perdono por toda la rabia, envidia, odio y violencia que me causé, por no saber ver que los demás son solamente mi reflejo, y no poder apreciar su propia vulnerabilidad, así como la esencia divina en su interior.
Me perdono por haber sentido celos de otras mujeres, hombres, siguiendo el mandato patriarcal de competencia y desconfianza.
Me perdono por haber depositado mi felicidad.
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