También está ausente María Sabina, la sabia de los hongos. Cuando entré en contacto onírico con ella, ¿qué edad tendría? ¿Cien años? Quizás más... Nunca la vi en persona, para ello hubiera tenido que subir a la sierra mazateca, por una brecha angosta rodeada de precipicios, hasta llegar a Huautla, en México, después de diez horas de coche. En verdad, nunca me propuse buscar a «la Abuelita». Fue ella quien me buscó.
Al mismo tiempo que preparaba mi película La montaña sagrada, yo había creado un espectáculo de títeres, Manos arriba, que mostraba las visiones que producía un alucinógeno llamado Semilla de la Virgen, ololiuhqui en náhuatl, «cosa redonda», LSD natural que los toltecas y aztecas consideraban una divinidad y al que rendían culto. En el teatro Casa de la Paz, mientras estaba subido a una escalera para fijar un reflector de escena y mascaba un puñado de esas semillas, tuve una visión: vi la totalidad del universo, un compacto amasijo de luces que tenía la forma de un cuerpo redondo en perpetua expansión y en plena consciencia. Fue tal la impresión que, lanzando un grito, perdí el equilibrio y caí, de pie, torciéndome los tobillos. Al cabo de unas horas se hincharon, causándome fuertes dolores. Después de ingerir varios calmantes, me dormí.
En sueños fui un lobo que cojeaba, con las dos patas traseras heridas. Apareció María Sabina. Me mostró un enorme libro blanco, lleno de luz. «Mi pobre animal: ésta es la palabra perfecta, el lenguaje de Dios. No te preocupes de no saber leer. Entra en sus páginas, formas parte de él.» Avancé hacia esa luz. Penetró todo mi cuerpo, menos las patas traseras. La anciana me las acarició con un amor tan grande que me desperté llorando. Vi con sorpresa que mis tobillos, completamente deshinchados, no me causaban el menor dolor. De ninguna manera pensé que era la curandera mazateca en persona quien había venido a aliviarme: atribuí su imagen a una construcción de mi inconsciente y me felicité de haber sido capaz, mediante un sueño terapéutico, de autocurarme...
Ya antes, por intermedio de un amigo pintor, Francisco Fierro, había sido, al parecer, contactado por María Sabina. Francisco, al regresar de Huautla, adonde fue a comer hongos con la curandera, me entregó un frasco lleno de miel en la que reposaban seis parejas de «niñitos santos». «Es un regalo que te envía María Sabina. Ella te vio en sueños. Parece que vas a realizar una obra que ayudará a que los valores de nuestro país se reconozcan en el mundo. Hoy en día los hippies están arruinando las antiguas tradiciones. Huautla está invadida por turistas, traficantes, doctores, periodistas, soldados y agentes judiciales. Los niños santos han perdido su pureza. Estos doce apóstoles son extraordinarios: están benditos por la Abuelita. Cómetelos todos...»
La experiencia con esos hongos mágicos la he narrado en La danza de la realidad. Debo confesar que dudé de mi amigo pintor. Tal vez la anciana nunca soñó conmigo; posiblemente Francisco, con la mejor intención, había inventado esa historia. Me costaba creer que alguien pudiera, a través de los sueños, actuar sobre la realidad. Por el contrario, mi amigo Fierro afirmaba que los hongos contenían toda la sabiduría del antiguo México.
Mi sorpresa fue enorme cuando en la mañana misma en que me desperté con los tobillos deshinchados, me llamó por teléfono para decirme: «Anoche, mientras dormía, me visitó la Abuelita y me dijo que te iba a curar... ¿Qué tal amaneciste?». ¿Era una coincidencia? ¿Un acto de telepatía? ¿Podía María Sabina entrar en mis sueños y, desde esa dimensión onírica, curarme? Mi intuición dice que sí, mi razón dice que no. Éste es el motivo por el que no la incluyo en este libro, pues podría no ser más que una ilusión mía. Sin embargo, ilusión o verdad, hasta el día de su muerte, María Sabina apareció en mis sueños –en los momentos difíciles– y siempre me fue de gran utilidad.
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