Al señor Eurípides todos lo odiaban. Los adultos no dejaban escapar ninguna oportunidad en la que pudieran decir que era un mal hombre, y los niños le tenían tal temor que el sólo hecho de oír su nombre era motivo para exasperarse y pedir compungidos la cercanía de sus madres.
Nadie sabía qué era lo que había hecho tan malo para tener semejante reputación, pero no preguntaban. Si lo dicen por algo será, decían.
Al principio, Eurípides ponía de su parte para cambiar esa mala fama; hacía regalos que eran tomados por los vecinos como amenazas; ofrecía fruta de su huerta que todos rechazaban por considerar envenenada y hasta saludaba a cada uno de los pobladores por su cumpleaños obsequiándoles algo. Demás está decir que sus regalos iban a parar directamente a la basura. Finalmente, desistió de sus intentos y se fue recluyendo más y más. Hasta permanecer días y noches encerrado.
Cierta vez la hija de uno de los campesinos, que vivía muy cerca de la casa del señor Eurípides, enfermó gravemente. Toda la familia tuvo que irse a la ciudad y abandonar sin previo aviso la casa.
Finalmente pudieron regresar, pero había pasado mucho tiempo y esperaban encontrarse la casa en ruinas, la cosecha totalmente perdida y todo el terreno cubierto de malezas. Sin embargo, al llegar se encontraron con que todo funcionaba perfectamente, incluso mejor que antes. Los vecinos se turnaban en regar la huerta, de dar de comer a los animales y de cuidar que todo estuviera en orden.
Embargado de felicidad el padre de la niña se acercó a uno de los vecinos que estaba en la casa cuando él llegó y le agradeció absolutamente conmovido. ´Fue cosa del Eurípides, a él dele las gracias´. El hombre corrió a casa de su vecino y esta vez no tuvo en cuenta sus prejuicios y los miedos diseminados por todo el lugar en torno a la moral de aquel hombre.
OPINIÓN Y SUGERENCIAS
No hay comentarios:
Publicar un comentario